Estos días están siendo
especialmente intensos con la publicación de la novela en Amazon ( http://www.amazon.es/Puzzle-ebook/dp/B00CP58FNW/ref=pd_rhf_ee_p_t_1_8RHZ ), pero por fin encuentro un momento para explicaros como fue el registro de
Puzzle, así que os haré cinc cèntims,
como decimos los catalanes.
Manuscrito terminado, con la
preciosa portada en forma de corazón que dibujó mi padre y los documentos
debidamente cumplimentados y todo ello metido en una colorida y llamativa bolsa
de papel grueso, me encontré lista para ir a Barcelona a registrar la novela.
¿Sabéis cómo se siente uno, los
días previos a un viaje importante? Pues así me sentí yo durante los apenas
treinta kilómetros que separan Abrera de Barcelona. Con esas cosquillitas en la
barriga (y no de hambre), que te avisan de que vas a hacer algo inusual, y además
está ese otro mensaje de alerta en la cabeza que te repite una y otra vez lo
mismo: ¿seguro que no olvidas nada? ¡Pues toma!, vuelta a mirar la
documentación que habías mirado cinco minutos atrás para darte cuenta de que,
efectivamente, cada papel sigue igual, en la misma posición y sujeto por el
mismo clip… Por suerte la mayor parte del trayecto la hice con mi hermano mayor
y hablamos de tantas cosas diferentes, que incluso me consiguió distraer de mi
monotema por un rato.
Una vez en la ciudad condal mi
hermano José marchó a trabajar y entonces yo, que estaba únicamente a cuatro calles de Muntaner, decidí aprovechar
ese día precioso para ir dando un paseo, redescubriendo esas calles por las que
siempre se anda con demasiada prisa.
Sin darme cuenta, llegué. Ya estaba
frente a la puerta de cristal del Registro de la Propiedad Intelectual.
Los hechos acontecieron, más o
menos así:
―Buenos días ―saludé educadamente
al trabajador que había tras el mostrador de la recepción.
El hombre levantó ligeramente la
cabeza por encima del tablero y me miró directamente a los ojos.
―Hola, vienes a registrar,
¿verdad? ―contestó él sin énfasis, aunque cordial.
―Sí… vengo a registrar.
«Susana, con más aplomo», me dije
a mi misma al darme cuenta de que empezaba a ponerme nerviosa.
―Déjame tu DNI.
Dejé la bolsa en el suelo y busqué
el monedero dentro del bolso, sorteando con los dedos los coches de carrera de
mi hijo y un paquete de toallitas de bebé que por poco no terminan también en las
losetas de mármol, junto al manuscrito. Se lo dejé y observé como volvía a
enterrar la cabeza tras el mostrador, con él.
―Ten ―me lo devolvió pasado medio
minuto ―al fondo a la derecha tienes el ascensor. La planta 4.
―¡Gracias! ―contesté yo con
demasiada efusividad.
Ese es el problema de los nervios.
O te hacen sentir tonta, demasiado lista, o loca.
Cogí la bolsa, sin ni siquiera
pararme a guardar el DNI y fui hacia dónde él me había indicado. Al llegar presioné
el botón del ascensor para que bajara y aproveché para guardar entonces el
carnet en el monedero. Aún no había terminado de cerrar el bolso que las
puertas del ascensor se abrieron y salieron de su interior tres hombres de unos
cuarenta años de edad, de la misma estatura, barbudos, con gafas y vestidos de
manera casi idéntica: pantalones de pana a pesar de la calor y camisa con
coderas.
«Sin duda es aquí», me dije yo.
Entré sonriendo en el ascensor.
Dejé la mareada bolsa apoyada contra el cristal interior, apreté el botón
número cuatro y mientras las puertas se cerraban, respiré con profundidad.
Estaba muy cerca de ponerle el
sello de <<mío>>, a algo a lo que tantas horas de esfuerzo había
dedicado en mis últimos dos años.
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