martes, 14 de mayo de 2013


Estos días están siendo especialmente intensos con la publicación de la novela en Amazon ( http://www.amazon.es/Puzzle-ebook/dp/B00CP58FNW/ref=pd_rhf_ee_p_t_1_8RHZ ), pero por fin encuentro un momento para explicaros como fue el registro de Puzzle, así que os haré cinc cèntims, como decimos los catalanes.

Manuscrito terminado, con la preciosa portada en forma de corazón que dibujó mi padre y los documentos debidamente cumplimentados y todo ello metido en una colorida y llamativa bolsa de papel grueso, me encontré lista para ir a Barcelona a registrar la novela.

¿Sabéis cómo se siente uno, los días previos a un viaje importante? Pues así me sentí yo durante los apenas treinta kilómetros que separan Abrera de Barcelona. Con esas cosquillitas en la barriga (y no de hambre), que te avisan de que vas a hacer algo inusual, y además está ese otro mensaje de alerta en la cabeza que te repite una y otra vez lo mismo: ¿seguro que no olvidas nada? ¡Pues toma!, vuelta a mirar la documentación que habías mirado cinco minutos atrás para darte cuenta de que, efectivamente, cada papel sigue igual, en la misma posición y sujeto por el mismo clip… Por suerte la mayor parte del trayecto la hice con mi hermano mayor y hablamos de tantas cosas diferentes, que incluso me consiguió distraer de mi monotema por un rato.
Una vez en la ciudad condal mi hermano José marchó a trabajar y entonces yo, que estaba únicamente  a cuatro calles de Muntaner, decidí aprovechar ese día precioso para ir dando un paseo, redescubriendo esas calles por las que siempre se anda con demasiada prisa.

Sin darme cuenta, llegué. Ya estaba frente a la puerta de cristal del Registro de la Propiedad Intelectual.

Los hechos acontecieron, más o menos así:

―Buenos días ―saludé educadamente al trabajador que había tras el mostrador de la recepción.
El hombre levantó ligeramente la cabeza por encima del tablero y me miró directamente a los ojos.
―Hola, vienes a registrar, ¿verdad? ―contestó él sin énfasis, aunque cordial.
―Sí… vengo a registrar.
«Susana, con más aplomo», me dije a mi misma al darme cuenta de que empezaba a ponerme nerviosa.
―Déjame tu DNI.
Dejé la bolsa en el suelo y busqué el monedero dentro del bolso, sorteando con los dedos los coches de carrera de mi hijo y un paquete de toallitas de bebé que por poco no terminan también en las losetas de mármol, junto al manuscrito. Se lo dejé y observé como volvía a enterrar la cabeza tras el mostrador, con él.
―Ten ―me lo devolvió pasado medio minuto ―al fondo a la derecha tienes el ascensor. La planta 4.
―¡Gracias! ―contesté yo con demasiada efusividad.

Ese es el problema de los nervios. O te hacen sentir tonta, demasiado lista, o loca.

Cogí la bolsa, sin ni siquiera pararme a guardar el DNI y fui hacia dónde él me había indicado. Al llegar presioné el botón del ascensor para que bajara y aproveché para guardar entonces el carnet en el monedero. Aún no había terminado de cerrar el bolso que las puertas del ascensor se abrieron y salieron de su interior tres hombres de unos cuarenta años de edad, de la misma estatura, barbudos, con gafas y vestidos de manera casi idéntica: pantalones de pana a pesar de la calor y camisa con coderas.
«Sin duda es aquí», me dije yo.

Entré sonriendo en el ascensor. Dejé la mareada bolsa apoyada contra el cristal interior, apreté el botón número cuatro y mientras las puertas se cerraban, respiré con profundidad.

Estaba muy cerca de ponerle el sello de <<mío>>, a algo a lo que tantas horas de esfuerzo había dedicado en mis últimos dos años.

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